El día 30 de marzo de 1915, el rey Alfonso XIII firmaba en Palacio un Real Decreto -publicado dos días después en la Gaceta de Madrid- cuyo contenido era el siguiente: “Queriendo dar una prueba de mi Real aprecio al pueblo de Santa Brígida, provincia de Canarias, por el constante desarrollo de su agricultura, industria y comercio, vengo en concederle el título de Villa. Dado en Palacio á treinta de marzo de mil novecientos quince. ALFONSO. El Ministro de la Gobernación José Sánchez Guerra”.
Aquel joven monarca destacaba “el constante desarrollo” que había experimentado el pueblo, que él mismo había visitado nueve años antes, para asistir a un almuerzo en el Hotel Santa Brígida y disfrutar a media tarde de una carrera de burros y caballos en El Madroñal. De esta manera, los satauteños pasaban de vegueros a villanos -en la noble acepción del término-, situando a la población en el punto más alto de su consideración como municipio y uniéndose a las Villas de Arucas, San Bartolomé de Tirajana y Guía de Gran Canaria, que venían ostentando dicha distinción en esta Isla.
Hemos de lamentar que no exista constancia en el Ayuntamiento de documento alguno que acredite ese título que logró aquella incipiente villa hace 93 años y que ahora hemos localizado en el Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares (Madrid). Tampoco las Actas de las sesiones plenarias, referidas al periodo que nos ocupa (1915-1917), no se conservan en el Archivo Municipal, por lo que no podemos conocer cómo acogió el pueblo aquella feliz noticia de gran trascendencia para su historia.
Pero ¿qué beneficios reportaría esta concesión real?. El título de Villa era considerado como algo honorífico, una especie de pátina de nobleza que recibía la población satauteña, cuya dilatada historia se ha forjado con abnegación, privaciones y esperanzas. Fue también un estímulo y síntomas de ese cambio que estaba experimentando el pueblo en aquel momento.
La concesión de este título estuvo precedida por el esfuerzo de personajes importantes del pueblo por hacerlo avanzar como su Alcalde, Manuel de la Coba Domínguez, y el secretario del Ayuntamiento, Daniel Afonso López, entre otros vecinos, testigos del paseo por su municipio de la fina figura del augusto Rey de España. Los dos firman la carta, el dos de febrero de 1915, dirigida al Ministro de la Gobernación, en la que detallan “las reformas materiales” que en su término municipal “se han venido periódicamente implantado, tanto por la Municipalidad como por particulares”. Pero el título también se debe en parte a las gestiones y buenos resultados del entonces abogado y diputado canario en Madrid, Leopoldo Matos y Massieu (1878-1936), ministro de Trabajo durante la regencia de Alfonso XIII y uno de los últimos paladines de la división provincial.
Pero, ¿cómo era Santa Brígida cuando se le concede ese título?. La recién nombrada Villa contaba en 1915 con 5.003 habitantes, mayoritariamente dedicados a la agricultura. Tenía entonces aires de urbe, pero esencias de pueblo rural. Era una villa campestre, rodeada de variadas mansiones, casas de campo o chalés que surgieron en el Monte con colores atrevidos pero armónicos, y cuya presencia despertaba entre los turistas que venían a descansar a la Isla el recuerdo de una Suiza cercana.
Santa Brígida había iniciado un proceso de transformación en el terreno económico, en el industrial y en el mental o cultural que aún hoy perdura. En esta modesta villa que parece seguir siendo una obra permanente, desbordante de vida y problemas. El Plan General de Ordenación Urbana, aún en tramitación, y un centro comercial a medio construir en el mismo corazón del casco, actualmente paralizado, han abierto un debate social y político sobre el pueblo que queremos.
Ayer como hoy, la construcción de la carretera del Centro fue un fenómeno más –si no el principal- de la modernización de las comunicaciones con el interior, amén de otros logros del progreso que irían llegando al pueblo: teléfono, luz de arco voltaico y los primeros automóviles en los albores de la pasada centuria.
Acortadas las distancias, la Villa revalorizó su posición de huerta abastecedora y campo de recreo de la ciudad pero, sobre todo, la gente de la cercana ciudad comenzaba a percibir que se trataba de un buen lugar para vivir. Y aunque todavía pesaba mucho una economía eminentemente agrícola, la sociedad se diversificó ante la demanda de nuevas actividades comerciales, nuevas edificaciones y reformas de interés social. De esta época destaca el edificio de la Heredad, la reconstrucción de la parroquia incendiada, el adoquinado de las principales calles y la plaza, conducción de agua potable para el abasto del vecindario, y hasta la ampliación del cementerio. Y un turismo apoyado en la belleza de su paisaje y bondad del clima que propiciaron la construcción de hoteles en el cercano Monte Lentiscal, como el Quiney’s (1894) y el Hotel Santa Brígida (1898), “el de más lujo de la provincia”.
Pese a las dificultades que aquejaban entonces a la agricultura y a la exportación de los frutos de la vega, pues era innegable que la guerra europea influía en la vida económica de la Isla, el Ayuntamiento trataba de aportar nuevos elementos de vida en el progreso local que en aquel comienzo de siglo disfrutó de una coyuntura favorable. Hasta la I Guerra Mundial, todo parecía crecer sin límites. Todo parecía inundado por los signos del tiempo moderno. Y así era. El 12 de julio de 1914 el concejal José Ramírez Cárdenes propone sacar a concurso el servicio de alumbrado público mediante 15 lámparas repartidas por el antiguo casco con un coste de mil pesetas anuales. “No necesita el que suscribe demostrar la mejora y beneficios que reportarían esta instalación por estar, entiendo, en el sentir de todos”, escribía el entusiasta edil, consagrado a la superación de un pasado y presentes iluminados todavía con lóbregas luces de carburo, sentenciadas ya por el progreso.
Por esas mismas fechas, el Ayuntamiento publica la plaza vacante de médico titular, dotada con el sueldo anual de ¡2.000 pesetas!, “más lo que éste podría obtener con el importe de la asistencia médica a las familias pudientes de la localidad y recetas a particulares”. Hacía tres años que había fallecido el primer galeno que tuvo el pueblo, don Isidro Ezquerra Corrijuela.
En medio de este proceso de mejora y desarrollo económico que propiciaba el Puerto de la Luz, por su condición de puerto trasatlántico, es cuando al pueblo de Santa Brígida se le concede el título de ‘Villa’ y, dos años después, el Casino (Nueva Amistad) recibe el tratamiento de ‘Real’.
Un legado por conocer
Santa Brígida es un pueblo cuyos hechos insólitos a veces nos transporta a siglos pasados, con historias no sabidas, edificios perdidos u obras de arte que permanecen aún escondidas, como el ejemplo de aquel Niño Jesús Indiano que enviara a comienzos del siglo XVIII un hijo de este pueblo desde Caracas y que antes de perecer en el incendio de la parroquia en 1897 fue evacuado por manos privadas. Hoy esta interesante pieza del arte americano perteneciente a nuestro patrimonio histórico- artístico continúa oficialmente desaparecida.
El título de ‘Villa’ era un asunto que cronistas e investigadores buscaban desde hace décadas, puesto que las históricas actas municipales -algunas desaparecidas- nada desvelan. Ahora que hemos localizado el expediente de concesión no estaría de más mostrar interés en cuidar esta histórica marca institucional que representa a todos los vecinos y simboliza las singularidades que posee esta Villa. Sobre todo en una época como la actual, en la que se valora la imagen por encima de cualquier otra forma de expresión.
Pero insólito es también que no haya en este municipio una placa conmemorativa sobre el pórtico del Ayuntamiento para recordar a las generaciones futuras ese título histórico que recibimos como legado y que dignifica la memoria de quienes trabajaron por el progreso de este pueblo en uno de los momentos más fructíferos social y culturalmente de nuestro pasado. Al menos para hacer de Santa Brígida una Villa identificada y defensora de su historia, que nos acerca al conocimiento de su ayer y a la reflexión de su devenir, y que no sólo se duerme sobre los laureles de su mítica batalla, la del Batán.